Deseo compartir con ustedes, mi primer cuento (2009 más o menos) lo pueden encontrar también en planetalibro.net.com bajo el título "El Silencio obtuso de las palabras". Le daré un pequeño descanso al tema de las AFP vs ONP, no mucho, que no se ilusione AFP Prima.
UNA MAÑANA DE RESIGNACION
UNA MAÑANA DE RESIGNACION
Muy de mañana, como todos los
días, inclusive los de descanso, después de su acostumbrado baño, Eduardo
desciende con precaución la empinada escalera que lo comunica con una reluciente
cocina, dar un mal paso y su exceso de peso lo obligaban a ser muy cuidadoso.
Buenos días señora Inés, mientras
frota nerviosamente sus pequeñas y blancas manos, buenos días hijo, pasa;
Eduardo como cuidando no tropezar con nada se dirige al comedor, envidiaba la
sencilla elegancia, pulcritud y el calor de ese hogar que de niño tantas veces
lo cobijó.
La mesa estaba preparada, el pan
francés calientito, la mantequilla en su lugar, muy pronto doña Inés, por quien
no pasaban los años, le alcanzaba un humeante quaker con cocoa; jaló con
delicadeza una de las cómodas sillas y se dispuso a desayunar.
Se sentó doña Inés frente a él, con su habitual taza de café
negro pasado y, mientras bebía a sorbos largos el aromático grano,
contemplaba a aquel hombre que, con la
calma de su temprano amanecer desayunaba placenteramente, compañero de estudios
de sus hijos, ya no le sorprendía, por la fuerza de verlo, como las canas
habían invadido su lacio cabello; siempre le reprochó su carácter impulsivo y
contestatario, causante en ocasiones de la pérdida de amigos y trabajo; recordó
al padre, cerrajero, pobre, austero,
tanto o más vehemente que el hijo, lo crió a él y su hermano en soledad,
con la furia de la impotencia y un grito mudo de amor que su corazón guardaría
hasta la muerte, la cual llegó, como llega la noche a despedir al sol.
Pensó por un instante en sus dos hijos, habían logrado
destacado desarrollo profesional, ya no estaban con ella, sus obligaciones y
compromisos impedían verlos a menudo, el rostro canela se contrajo y la mirada
de acero de esa mujer que los años no lograban vencer se nubló, más, el alma
noble y generosa, la fuerza de la raza pronto, sin advertirlo su huésped,
adquirió el semblante sereno de la senectud.
Eduardo terminaba ya su
desayuno y en el último sorbo, posó sus ojos en el rostro de doña Inés y un
gesto, de profundo agradecimiento se
dibujó en su faz, se dirigió a su anfitriona despidiéndose con un cálido
hasta luego, traspuso el umbral y el grato perfume a jazmín de la planta ubicada
en el primer piso, renovaba cada mañana su espíritu, llenándolo
de esperanza, de amor y deseo de
servir al prójimo; bajó sin prisa y
recorrió, con pasos alegres y cantarines el estrecho pasadizo hasta llegar a la
puerta de entrada de la pequeña y muy
segura quinta, era una mañana de primavera, las hojas de los árboles anunciaban la estación de las flores, esa
cuadra resultaba ser especial y contrastaba con las aledañas, tan de concreto, tan llenas de soledad; Eduardo aspiró
profundamente, exhaló de golpe y continuó su marcha, de pronto advirtió frente
a él, a una hermosa mujer de turgentes senos que se insinuaban generosamente a
través de la delicada y bien ceñida blusa calada, entre crema y dorada, que
vestía, imaginando las hermosas piernas que se dibujaban tras un exquisito pantalón de color fresa que en
cualquier momento, Eduardo temía
reventara, calzaba unos zapatitos rosados de tacos no muy altos y con pequeñas
cintas, que dejaban al descubierto unos exquisitos pies, magníficamente formados, sin duda una invitación a atesorarlos dentro de las manos
expertas y varoniles de un diligente admirador.
La agraciada joven dirigió su mirada
hacia Eduardo, iluminándose sus grandes ojos de gata, con toda la
graciosa coquetería de la mujer limeña.
La figura femenina, sobre todo las de aquellas que dedican
cuidado extremo a sus atributos personales, turbaban su tranquilidad y le
recordaban los meses de abstinencia sufridos, por un instante más Eduardo miró
el cuadro completo, regalado exclusivamente para sus lujuriosos ojos y se
resignó, como todos los que admiran La Gioconda , a no tenerlo.
Eduardo se concentró en otro
tema, los ocasionales viandantes que como él, se dirigían a laborar, todos, sin
excepción, eran dueños de su propia historia, de su pequeño mundo, plagado
de triunfos y derrotas, de éxitos y frustraciones, bastaba verlos con
atención, más de uno tenía la mirada
fija en el horizonte, como esperando un futuro que no terminaba en llegar,
pensando, tal vez en el sueldo, siempre insuficiente y las crecientes
necesidades estimuladas por un comercio implacable, el pago de la renta y los
demás compromisos, incluidos los caprichos de la moda, o tal vez en su puesto de trabajo y lo
difícil de conservarlo por no tener asegurada la estabilidad, carcomidos en su
raciocinio por una torpe disputa mañanera en el seno de su hogar o acaso en un
amor ido y sin esperanzas de recuperarlo.
Una combi se detuvo justo en la
berma que iba a cruzar, subiéndose una
pareja, ella con un bebé en brazos, él se dirigió a los viajantes y después de
un ceremonioso saludo, consabidas disculpas y de contar las penurias sufridas y
las esperadas, pidió el apoyo de sus escuchas
consistente en la adquisición de unos caramelos; mientras este hombre de
pequeña estatura, de bigotes ralos, encorvado, inusual en aquellos que no
llegan a las seis décadas, de rostro cetrino
y vestido con la pobreza dejada por la desesperanza, pasaba por los asientos de cada uno de los
pasajeros ofreciendo el dulce, ella, que
no pasaba del metro cincuenta, de largas trenzas, con el rostro semejante a su
compañero, de no más de treinta años de edad y vestida con un conjunto amarillo
y blanco muy gastado, francamente grande, conservaba la limpieza no fácil de advertir en los provincianos
afincados en la Capital ,
perdidos en los vericuetos del infortunio, ¡son ellos los dueños de las
invasiones en la periferia de Lima!, incrementando la oferta de mano de obra
determinante de la persistente disminución del salario, usaba chancletas aseguradas con un sucio
pedazo de pabilo, dejando al descubierto
unos pies maltratados y callosos, empeñándose en reforzar la historia de sus
tribulaciones y problemas, haciendo hincapié en las necesidades de su pequeño
hijo; ningún pasajero, reconoció Eduardo, los miraba directamente, uno que otro
les “levantó la moral”, sintiéndose en el ambiente una renovada angustia y una
amargura rayana en la piedad
desencadenada por la desigualdad social.
Con paso acelerado, una vez que
partió la “combi”, continuó su acostumbrada caminata, la empresa a la cual
prestaba servicios se encontraba un par de cuadras de donde estaba y en línea
recta, con trancos largos Eduardo avanzó, no demoró más de cinco minutos
para hallarse frente a la puerta de
ingreso, el BMW del Gerente estaba estacionado, aceleró el paso, marcó su
tarjeta y se dirigió al departamento donde laboraba, saludó a los compañeros
presentes, jaló su sillón, tomó asiento y con reclamada paciencia, cogióse con
ambas manos la cabeza, mientras sus codos reposaban en el escritorio en actitud
contrita, permaneciendo así por algunos minutos, luego de los cuales reparó que
el Diario Oficial ya lo habían traído, lo tomó, exhaló un profundo suspiro y se
sumergió en el estudio de las leyes que el día previo había dictado el gobierno.