lunes, 10 de octubre de 2022

CESAR HILDEBRANDT - LIMA UNA ENFERMA IRRECUPERABLE

César Hildebrandt
Lima no necesita un alcalde. Requiere de un dictador, un sheriff, un alcaide, un vengador, un califa generoso que ponga orden cimitarra en ristre.
Porque Lima no es una ciudad, Lima es un homenaje a la estupidez, la hechura polvorienta de los desadaptados.
Detesto la ciudad donde nací. La recuerdo en mi infancia, allá en Jesús María, a cuatro cuadras del bosque de los olivos, donde muchas veces fui a leer a la sombra de un árbol más que centenario. Saludabas al guardia de la esquina, jugabas fútbol en las pistas e interrumpías el juego cuando pasaba el Cocharcas-Jesús María de la empresa de los Batievsky.
Recuerdo que los buses de la empresa municipal eran unos Mercedes Benz azules y que sus cobradores tenían uniforme y monederos adosados al cinturón. Y tenían modales y, muchas veces, amabilidad.
Recuerdo haber ido muchas veces a La Punta en el tranvía Lima-Callao y, tras una tarde de sol, haberme librado del agua salada en los pulcros baños del servicio municipal.
Sí, ya sé que son nostalgias de viejo, memorias tenaces de una ciudad que murió en un país hoy también difunto. Pero, créanme, no se trata de una melancolía que idealiza: Lima fue una ciudad vivible, acogedora, humana. Y sus barrios populares, donde la pobreza se reunía, en nada se parecían a los campamentos aéreos que los pobres actuales aceptaron como desdicha del destino.
Si me guiara por mis alrededores, debiera ser feliz. Vivo en Surco y voy a comer a Miraflores o San Isidro. A veces, incursionamos en Barranco y, en el colmo de la temeridad, llegamos a Pachacámac.
A pesar de mi voluntaria inmovilidad, sé que Lima ha dejado de ser horrible para convertirse en espantosa. Hace un par de años, regresando del norte del país y de sus ciudades-basurales (Chiclayo, qué tristeza), la vimos en todo su esplendor: pueblos de arena, toneladas de desperdicios podridos en las bermas, pistas destruidas, casas de hojalata y cartón en cada promontorio marrón. No era una ciudad, era una posguerra, un guion apocalíptico.
Y era un fracaso viejo que olía a pezuña extremeña. Venía de Pizarro, que tuvo la mala idea de fundar la capital en este desierto hostil que ahuyenta las verduras. Este fracaso venía de la república incompleta, de la clase dominante que jamás amó a su país, del populismo que alentó el desorden como si fuera una fiesta perversa de la libertad, de las izquierdas que creyeron que las muchedumbres apelmazadas las iban a sostener.
¿Fue la demografía la que mató a la Lima civilizada? No, porque el crecimiento armónico es algo que se ha dado en otras ciudades de Sudamérica. ¿Por qué no pudimos planificar una ciudad y permitimos esta aberración? Porque gobernar es algo que a los peruanos les resulta muy difícil. Y admitir la autoridad de esos gobiernos vacilantes es algo que resulta todavía más arduo. En todo caso, Luis Bedoya Reyes fue el último alcalde que tuvimos.
Ya es hora de reconocer que el peruano tiene vocación por el desorden y por la clandestinidad. Si le dieras a elegir a un peruano entre un camino asfaltado y con peaje y un atajo gratis, aunque lleno de lodo y peligros, elegirá esta última vía. Parámetros de construcción que en otras ciudades del vecindario latinoamericano se consideran elementales y primarios, aquí ni siquiera se plantearon. Condiciones de vida que avergonzarían en otras latitudes aquí se exhiben sin pudor como “muestras de emprendimiento”. En Lima -en el Perú, en general- progresan la ignorancia y el egoísmo. Y de esa mezcla salen los Liendo que amenazan con pistola mientras conducen contra el tránsito, los que no pagan arbitrios municipales y queman la basura en las esquinas, las tribus armadas del fútbol, los alcaldes ladrones, los candidatos idiotas. Lima es espantosa porque está llena de gente moralmente espantosa.
Por eso digo que no necesitamos un alcalde sino un dictador benévolo. Alguien que empiece una tarea que va a demorar dos generaciones. Alguien que haga lo que Ataturk hizo en Turquía y lo que Lee Kuan Yew produjo en Singapur. O sea, una revolución de las costumbres, un empezar de nuevo y, en algunas ocasiones, desde cero.
Mientras tanto, habrá que votar. Habrá que elegir a nadie entre un montón de angurrientos. Hasta que venga el sheriff, pistola y ley en mano.
Fuente: “HILDEBRANDT EN SUS TRECE” N° 414, 28/09/2018

QUE PIENSO

No soy afecto a las comparaciones, menos si ellas nos remiten a otros pueblos, realidades y sentimientos, en este punto lo dejo ahí, que el escozor le valga a quién lo siente.

El Perú, más que Lima, necesita un Dictador de mano férrea, los buenitos, los que aman la pestilencia, la resaca de lo ya vivido como si el Vate inmortal habitara en ellos, merecen sólo desprecio, pertenecen a una secta de idiotas con plata y sirvientes "chi cheño", capaces de destruir lo que el tiempo, las costumbres y el espíritu de nuestros ancestros construyeron en la historia de nuestra Aldea, ciertamente y convengo con Hildebrandt, la escarcha de la misería humana se ha extendido, con algunas excepciones -Urubamba, por ejemplo, es una ciudad pujante con gente buena, también de las otras, mas en la sumatoria el resultado es POSITIVO, o como Calca, un Paraiso -para mí- en este primer cuarto del Siglo actual, de lo poco que conozco a estas alturas del tiempo y de mi historia.

Hoy, sólo angurrientos con el increíble apoyo de una sociedad ignara acostumbrada ya, a desobedecer el orden que privilegia al hombre sobre las bestias, no cuestiona y si alguien lo hace que no tenga la reputación del autor cuyo artículo comento, la desechan sin más. Escuchar al prospecto que desde el 01 de enero del año 2023 administrará la hacienda limeña, es comprobar lo poco que se valora el electorado, es probable que al finalizar su período estemos peor, mucho peor que en esta hora de "primero disparo y luego pregunto". Naturalmente si estoy equivocado ¡¡¡FELICIDADES LIMA!!!






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