Esta nota fue colgada por uno de
los mejores Periodistas de nuestro medio, el señor Guillermo Giacosa el día de
hoy 17 de noviembre de 2011 en Facebook y, este escribidor que lejos está de
los conocimientos del autor del comentario y de los demostrados por el señor
Giacosa desde que tuve la oportunidad de leerlo por primera vez, comparte
plenamente las ideas que se fundan en el análisis del señor Boris Kagarlitsky.

AUTOR: Boris Kagarlitsky es Director del
Instituto Globalización y Movimientos Sociales de Moscú.
El sistema económico
internacional que se perfiló después del colapso de la URSS todavía no está muerto,
pero está moribundo. Lo vemos todos los días, no solo en informes sobre la
crisis sino también en otras noticias de todo el mundo que cuentan la misma
historia: el sistema no funciona.
La verdad es que el sistema nunca
ha funcionado para los pobres y las clases trabajadoras. No se diseñó con ese
propósito, no importa lo que nos digan todo el tiempo sus propagandistas y
diversos intelectuales corruptos. El sistema funcionó para las elites: generó
una tremenda redistribución de la riqueza y del poder a favor de los que ya
eran ricos y poderosos. Aunque las elites no tienen suficiente coraje para
admitirlo, hay que transformar el sistema.
Se trata de una verdadera crisis
sistémica, si no del capitalismo por lo menos de su forma neoliberal. Y esa
crisis no puede superarse mientras no se elimine el neoliberalismo. Dependerá
de la escala de las luchas globales y de sus resultados que esto signifique
también el fin del capitalismo.
El sistema neoliberal se basaba
en explotar la mano de obra barata. Esa carrera hacia el fondo llevó primero a
pérdidas de puestos de trabajo en Europa, pero pronto los trabajadores
latinoamericanos, norteafricanos e incluso asiáticos se convirtieron en sus
víctimas. Muchos empleos industriales se fueron a China: en los hechos, el
ascenso de China ha afectado al potencial de desarrollo de la periferia del
capitalismo mundial con más fuerza que al núcleo del sistema.
Europa ya no pierde tantos
puestos de trabajo hacia China, pero sí los países latinoamericanos. De muchas
maneras, las revoluciones árabes de 2011 fueron provocadas por esta lógica del
crecimiento sin desarrollo, se han eliminado verdaderas oportunidades de crear
buen empleo industrial.
Por lo tanto, la conversión a
economías de servicios y finanzas ha tenido lugar no solo en los países del
núcleo sino también en la periferia. Además, no tuvo nada que ver con nuevas
tecnologías. Fue el resultado de la destrucción del Estado del bienestar, de la
creciente debilidad de los mercados internos y del paso a la mano de obra
barata que, en los hechos, ha bloqueado la innovación tecnológica y el
desarrollo en el campo de la producción.
La innovación de la que oímos
hablar estos días pocas veces tiene algo que ver con la producción de bienes.
Se relaciona sobre todo con el consumo; la mayoría de los “productos
innovadores, revolucionarios” que encontramos no tienen nada de nuevo, sino que
solo representan maneras de vendernos diferentes versiones de las mismas
mercaderías y de obligarnos a reemplazar las antiguas. Los consumidores y el
sentido común se resisten a ese absurdo, ralentizando así la economía global
que no puede avanzar sin ellos.
La llamada financiarización del
capitalismo global no es la causa de la actual crisis, sino que representa en
sí una secuencia de cambios mucho más importantes, la degeneración y
eliminación del Estado del bienestar, acompañada inevitablemente de salarios
más bajos y mercados internos más débiles. La creciente importancia de los
mercados internacionales y globales es inseparable del estancamiento y
declinación de sus contrapartes nacionales. Ahora, sin embargo, llegamos al
punto en el cual esa decadencia interna imposibilita la continuación del
crecimiento global. Sin cambios radicales de los modelos sociales y económicos,
incluida la reconstrucción del Estado del bienestar, será imposible orientar
las estrategias de producción y desarrollo hacia mercados internos incluso si,
dicho técnicamente, los recursos necesarios existen. Incluso en China, pronto
estará claro, los mercados internos no “despegan” sin la implementación de
reformas sociales y una masiva redistribución de la riqueza.
Por lo tanto ha llegado la hora
de pasar hojas y reorientar las estrategias de desarrollo hacia la producción,
hacia mano de obra más formada, mejor pagada, hacia la reindustrialización, y
hacia programas sociales y un nuevo Estado del bienestar. Pero para hacerlo
tenemos que abatir las instituciones económicas y políticas del neoliberalismo,
tal como el neoliberalismo destruyó anteriormente las instituciones
democráticas y comunistas del antiguo Sozialstaat (Estado social). ¿Puede
lograrse algo semejante sin revoluciones? Tal vez en algunos casos, pero solo
en el contexto de revoluciones en otros sitios, algo como la manera en que la
socialdemocracia escandinava se benefició de la Revolución Rusa de
1917.
No existe una manera de retornar
al modelo Keynesiano de los años cincuenta y sesenta. No es simplemente porque
han cambiado las tecnologías y las estructuras sociales, y porque el
Keynesianismo tenía aspectos negativos que ahora comprendemos mucho mejor. La
razón clave es que el Estado del bienestar occidental de las décadas pasadas se
mantenía en los llamados países capitalistas avanzados mediante el uso de
recursos extraídos de la periferia. La democracia también se reservaba como un
lujo para el llamado Primer Mundo, con la única notable y duradera excepción de
India. Durante un cierto tiempo el modelo soviético del Estado del bienestar
también se desempeñó pasablemente sin explotar a la periferia, pero también sin
democracia en su centro. De muchas maneras, esa falta de democracia preparó la
escena para la derrota de la URSS
en la Guerra Fría
y el colapso soviético.
Ahora enfrentamos la formidable
tarea de crear un nuevo modelo de Estado del bienestar que no solo incluya la
democracia como un elemento interior que funcione, sino que también se base en
una expansión de prácticas democráticas fuera de la política, hacia las esferas
económica y social. Este modelo no puede depender de la actual jerarquía de
Estados ricos y pobres en el sistema mundial y, por cierto, debe actuar como un
medio para superarlo. ¿Es factible esa tarea? Creo que a largo plazo lo es,
pero solo mediante un proceso revolucionario que debe tener lugar a escala
internacional. Este proceso solo acaba de comenzar, y ahora estamos en su
primera etapa.
Mientras tanto, la necesidad de
nuevas políticas económicas es urgente. ¿Cuáles son las prioridades a corto
plazo por las cuales nosotros, la izquierda, debemos luchar? La primera
necesidad es por el desarrollo complejo, la creación de puestos productivos de
trabajo, oportunidades culturales, instalaciones de educación e investigación
así como vivienda e infraestructura. Todos estos elementos deben estar interconectados,
y la gente involucrada (desde los profesionales técnicos a los consumidores y
los residentes locales) debe ser informada, consultada, e involucrada en la
planificación. Se pueden utilizar algunos elementos de planificación
tecnocrática –hay cosas que no se pueden hacer espontáneamente– pero esos
elementos deben enfrentar la prueba de la discusión y el control democrático.
Se necesitan buenos profesionales, pero los buenos profesionales reciben su
orientación del público; los profesionales malos son los que tratan de vender
al público lo que hay que hacer, luego ignoran las dudas y protestas del
público cuando sus miembros siguen sin estar convencidos.
Otro aspecto de la nueva política
tiene que ser la recreación y desarrollo de mercados internos. Eso no se puede
lograr sin proteccionismo, ¿pero qué tiene de malo? La protección da malos
resultados cuando sirve el interés creado de elites locales contra competidores
extranjeros, pero no hay motivo por el cual no podamos proteger nuestro bienestar
y bienes públicos contra los intentos de arrebatárnoslos. Cuando los productos
son baratos por sobre-explotación de la mano de obra y del entorno, tenemos
derecho a cerrar nuestros mercados a esos bienes, contribuyendo así a la mejora
de estándares laborales y del entorno en otros sitios. El desarrollo de
mercados locales no debería, sin embargo, estar basado en más consumismo; la
mayor parte de la nueva demanda debería ser generada por necesidades colectivas
y consumo colectivo. Se necesita buen transporte público y viviendas
asequibles, junto con acceso a Internet universalmente disponible, financiado
públicamente, programas culturales, e investigación científica y desarrollo
orientados hacia necesidades populares como la atención sanitaria y la limpieza
del medio ambiente. Por último, y no menos importante, se necesita nueva
infraestructura para suministrar energía, agua y comunicaciones. Son las nuevas
demandas que impulsarán la economía de un modo mucho más poderoso que el
consumo individual.
Finalmente, no podemos tener una
nueva economía sin un nuevo sector público. La mayoría de las privatizaciones
de las últimas décadas han sido fracasos, algo que ahora es ampliamente
aceptado por el público, por expertos e incluso por los medios. Las elites acaudaladas
ahora se ven obligadas a reconocer que la privatización no ha funcionado, pero
por razones obvias no quieren revertirla. La tarea de revertirla, por lo tanto,
recae sobre nosotros. Hay mucho más involucrado, sin embargo, que devolver
simplemente numerosas compañías a la propiedad pública. Tenemos que
reestructurar esas compañías, interconectar sus tecnologías, prácticas y
conocimientos. Todos estos elementos deben ser integrados para que sirvan las
necesidades del desarrollo, y debemos democratizar la administración.
Necesitamos un nuevo modelo de
empresa pública basado en la franqueza, en la eliminación de las fronteras
dentro del sector público y en nuevos criterios de eficiencia que incluyan la
contribución al desarrollo social. Tenemos que socializar el sistema bancario,
eliminando la especulación financiera y alentando la inversión, mientras se
suministran microcréditos a pequeñas empresas y a municipios para la creación
de empleo y para la experimentación tecnológica a nivel local. La energía y el
transporte deben convertirse en servicios públicos, así como la atención
sanitaria y la educación, y gran parte de la producción orientada hacia esos
sectores también debe ser realizada por empresas públicas. Esto debería formar
parte de un esfuerzo general para lograr más interacción e integración.
Productores, usuarios y consumidores deben cooperar directamente mediante redes
públicas.
Si algo es público, no significa
automáticamente que pertenezca al Estado. No obstante, la propiedad pública se
crea mediante la propiedad estatal, y si hay que hacer nacionalizaciones (no
hay otra manera de crear un nuevo sector público), tenemos que transformar el
Estado. Los neoliberales hablan largamente de los males de la burocracia y de
la corrupción oficial, pero en el mundo de la privatización total toleran
alegremente ambos. Además, están interesados de muchas maneras en que se
mantengan la ineficacia y la corrupción del Estado a fin de disuadir al público
de querer expandirlo mediante la socialización de la propiedad privada. Por
eso, después de tres décadas de neoliberalismo en Occidente, y dos décadas en
otros sitios, no ha habido una disminución del nivel de corrupción, de la
cantidad de escándalos, o incluso del ejército de burócratas frecuentemente incompetentes.
Al contrario, han aumentado por doquier, incluso en países europeos orgullosos
de sus tradiciones democráticas y de su eficacia. El Estado debe ser
descentralizado, democratizado y más abierto al público. Deberíamos recordar lo
que dijo Lenin sobre los soviets en 1905 y 1917. Necesitamos organismos que
estén directamente involucrados con la población. La democracia parlamentaria
es buena, pero no bastante; necesitamos instituciones de democracia directa.
Finalmente, necesitamos
integración regional, que no tiene que ver con abrir mercados para
corporaciones occidentales decididas a vendernos mercaderías chinas. Se trata
de proteger colectivamente el desarrollo industrial e introducir estándares de
educación que correspondan a las necesidades de la región. Tiene que ver con la
ciencia, orientada a esas mismas necesidades locales, con desarrollo de nuevas
tecnologías que sean baratas, fáciles de usar y adaptadas a un tipo particular
de entorno. Tiene que ver con crear mercados para industrias locales, en el
proceso no solo de abrir el camino a la industrialización y
reindustrialización, sino también de vincularlas al desarrollo humano. Tiene
que ver con la integración de los sistemas de transporte. Tiene que ver con la
abolición colectiva del absurdo sistema de propiedad intelectual que nos
imponen las corporaciones multinacionales, mientras nos pronunciamos contra
esas corporaciones con una voz unida. No tiene que ver con la abolición de la
soberanía nacional, como ha tratado de hacer la Unión Europea , sino
de fortalecerla mediante instituciones internacionales representativas
responsables ante el público.
Las revoluciones árabes que ahora
estremecen al mundo suministran una oportunidad de mover a la región y a toda
la humanidad en la dirección al cambio democrático, que a largo plazo las
conducirá a la superación del capitalismo. Esas revoluciones tienen que
plantear los temas de integración regional y de políticas económicas orientadas
hacia intereses sociales. Pero las revoluciones también pueden fracasar y ser
derrotadas. La lucha por hacer revoluciones y defenderlas tiene lugar en un
ámbito nacional, pero es verdaderamente internacional en su significado. Para
comenzar una revolución, pueden bastar la cólera popular y la voluntad de
cambio, pero para que triunfe, es esencial una fuerza política seria. La
izquierda en los países árabes enfrenta la tarea de unirse y de ayudar a
construir una fuerza semejante, no solo como un modo de contribuir a la
transformación del mundo árabe, sino a fin de ayudar a cambiar el mundo
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