domingo, 23 de febrero de 2020

César Hildebrandt, La muerte es un milagro

El señor Manuel Martín Lazo, en facebook,  compartió la nota  que atribuye a César Hildebrandt adalid y defensor de la pestilente constancia si cercenar privilegios, los suyos y de los mermeleros, se trata, busca el poder apagando incendios por ocurrir o la prevención para que no ocurran.

Mas, sus conocimientos de la Historia de  los pueblos y el exquisito manejo del lenguaje, juega en su contra, somos un País de TRAIDORES, delatores y COBARDES (agrego) y reniega de la muerte como arma para terminar con la putrefacción en la que vivimos, la misma que impulsó Francisco Madero (poderoso hijo de un terrateniente) al que menciona con la promesa de REINVINDICAR al pueblo y no lo logró, Cierto es, no obstante que, sólo gobernó por un año, mas , la revolución que con él, diría que con  su muerte, se  inicia, costó  la vida de un millón de mexicanos durante los diez años que duró. Wikipedia dixit.

Si en nuestra patria se gestara una REVOLUCIÓN, única manera de cambiar el destino del pueblo peruano, pues, si seguimos como estamos,  podremos elegir a cualquier granuja, Hildebrandt entre ellos, y NADA CAMBIARÁ, se enlutaran hogares con seguridad, no obstante,  el bienestar de nuestros descendientes, una justicia recta e igualdad de oportunidades para todos sería el principal de sus logros, sino podemos verlo, sigamos como estamos y el frío reclamaremos para terminar con los sufrimientos que nos hundirá para siempre en el anonimato.

La muerte es un milagro, ESTÁ RODEADA DE VIDA.

"SI NO HAY JUSTICIA PARA EL PUEBLO QUE NO HAYA PAZ PARA EL GOBIERNO" Emiliano Zapata (Contemporáneo de Madero que se alzara contra él)

Leamos juntos el artículo:


ANTAURO Y EL PAREDÓN
César Hildebrandt
Tomado de HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 480


Antauro Humala ama la muerte. La muerte de otros, claro.
Dice que sueña con ver a su hermano Ollan­ta ante un paredón, con los ojos vendados, musitando un per­dón inútil, con las piernas tembleques y el pulso a mil por hora.
Le excita a Antauro la idea de un magno tribunal popular en el que un Robespierre con poncho y chullo decida, sumariamente, quiénes sobreviven al juicio de la historia y quiénes deben ser pasados por las armas.
¿Cuáles serían los criterios de esa criba?
Todos los que tengan que ver con lo que, vagamente, An­tauro califica como “traición a la patria”.
La patria, para el antaurismo, es una señora santa, una estampita, una mater admirabilis. Ese mito antihistórico merece, por supuesto, el flage­lo de la muerte si alguien osa ensuciarlo.

Esto quiere decir que Antau­ro Humala está completamen­te loco. Como todos sabemos, la patria en la que amanecemos cada día es tan pura como un pantano, tan santa como una copetinera de Tijuana y tan admirable como un zorrino haciendo uso de su retrotalento. La historia de esta querida patria que nos tocó en suerte podría haber sido una novela de Mario Puzo, un cuento de Poe, un capítulo de Vázquez Montalbán re­latándonos alguna aventura de Pepe Carvalho. Si Jorge Basadre hubiese sido totalmente sincero, habría es­crito su Historia de la República con la nariz tapada y un bacín al costado.
Aquí, en esta patria nuestra, la traición es intrínseca y los traidores siempre fueron perdonados. Desde el primer Riva Agüero hasta el penúlti­mo Iglesias, pasando por el Prado ancestral. No sólo perdonados: rei­vindicados, ensalzados, premiados por nuestra vocación por la amnesia.
¿De qué patria habla entonces An­tauro Humala? De la que su delirio ha construido: una patria basada en la visión angélica de Andrés Avelino Cáceres y la utopía deleznable del Tahuantinsuyo. Cáceres, en efecto, fue el héroe de la resistencia ante la ocupación del invasor chileno pero, cuando ascendió al gobierno, se alió con la clase dominante y pasó a la historia como un autócrata que quiso perpetuarse a través de un testaferro.
Y el racismo inverso de las razas cobrizas no merece, a estas alturas del siglo XXI, mayor discusión. Lo macizo es que la teocracia inca, con sus muchos méritos al lado de las masa­cres perpetradas y los sacrificios hu­manos, no puede ser invocada como modelo a seguir. Excepto que uno se crea reencarnación de Pachacútec y ya sabemos que esa delusión narcisista puede terminar pasando por la caja de Odebrecht.
Antauro Humala imagina un go­bierno del terror con él haciendo de emperador mongol. Y cree que esa promesa sanguinaria es un gesto vi­ril, un anuncio de refundación, una epifanía coral de justicia. Machazo se siente Antauro anunciando la muerte. Como si la muer­te fuese novedad en este país de revoluciones militares que desangraron los primeros 50 años de la república. Como si la muerte fuese primicia en este país de dictaduras violen­tas. Como si la muerte no nos fuera carnalmente familiar después de 1932, Odría, Sen­dero, el MRTA y la reacción fascista de nuestros militares.
A ver: que el antaurismo se presente en Huamanga y proponga un gobierno de pa­redones y juicios sumarios. Lloverán piedras sobre esos emisarios. Y hasta podrían caer uchurajayes. La pobreza rural fue la que más pagó, en sangre y patrimonio, la tesis khmer rouge de alias Presi­dente Gonzalo.
El verbalismo armagedónico de Antauro Humala es eso: el discurso de un dema­gogo que apuesta al crimen como un atajo de cómic hacia Palacio de Gobierno. Don An­tauro cree que el miedo lo con­vertirá en Pancho Villa. Pero para aspirar a ser Pancho Villa tendría que haber convertido su vul­gar y mortal asalto andahuailino en el comienzo de una revolución agrarista. Y para eso tendría que haber servido a un jefe como Francisco Madero y no a un churrupaco de espíritu como su hermanito. Qué familia. <>

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