viernes, 21 de septiembre de 2018

LAS MALAS PALABRAS

"Quién se pica pierde" solemos escuchar coloquialmente en la vida diaria; con mayor razón en la era virtual pues, detrás de una pc se cuenta con el tiempo suficiente para reflexionar y opinar, comentar o responder sin la tensión que un debate en vivo crea.

También, en la vida diplomática "guardar las formas" es requisito indispensable, lo es del mismo modo en un sistema como el que vivimos que, de "democrático" sólo tiene el nombre y se le usa como una suerte de escudo en las más variadas discusiones públicas o privadas, de suerte que, se puede tener razón pero como la persona se exaltó en sus argumentos el resto se solidariza con el "maltratado" y la verdad pasa a ser cuestión secundaria.

Me gustaría compartir con ustedes un párrafo de un interesante comentario sobre el lenguaje y las "malas palabras":


LA TENSIÓN DESCARGADA

Cuando un niño emplea palabras que le han sido prohibidas no solo sentirá la culpa de una desobediencia ominosa sino que a veces puede ser castigado con el rigor implacable de los adultos que desean de ese modo encauzar su decencia. Sin embargo, Heriberto Tejo, en un cuento infantil titulado “Historia del soldado que ganó la guerra”, narra la graciosa historia de un soldado “pedorro” –una ‘mala palabra’–, cuya copiosa flatulencia, ocasionada por haber comido frijoles, le sirvió como arma fulminante contra el ejército enemigo. Este sencillo cuento con seguridad provoca más que sonrisas en el infante lector porque encuentra la complicidad del autor en su trasgresión al usar la palabra prohibida. Los niños encuentran placer en la osadía de vulnerar las restricciones lingüísticas.
Valle (citado por Lozano 2003) explica que en el caso de los adultos, las palabras soeces, con frecuencia presentes en conflictos airados, sirven para la “descarga emocional o –si queremos– limpieza del subconsciente. A veces una lucha verbal de groserías impide enfrentamientos físicos. […] Las lisuras descargan y alivian frecuentemente ese cúmulo de tensiones”. Por su parte, Espinoza (2001), refiriéndose en general a los insultos, señala que “las groserías representan una válvulas de escape para la tensión por la que pasamos, al insultar descargamos a tal grado nuestro enojo, nuestra impotencia, nuestro dolor, que se podría decir que el insulto puede cumplir también una función catártica en el ser humano”.
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