Hace algunos días leí en el Diario
La República la entrevista a un destacadísimo hombre de letras peruano hoy con
más de 80 años de edad, le preguntaron su opinión sobre los jóvenes escritores
peruanos y no fue halagadora su respuesta, “no puedo leer a un autor si en una
página ha escrito veinte veces que”, precisó otros pero no los mencionaré pues los
famosos “que” quedaron grabados en mí desde la revisión realizada por la señora -ya fallecida- Violeta Carnero Hocke viuda de
Valcárcel, del cuento que
comparto con todos ustedes, no le tomó ni dos minutos a tan bella e inteligente
dama para decirme: “hay demasiados
“que”.
Ya en mi casa revisé mi esfuerzo y
eliminé muchísimos “que” y presenté mi trabajo a un concurso literario.
De 280 trabajos presentados, me
informó la institución organizadora ante furibundo reclamo de mi parte pues no
había obtenido ni “mención honrosa” y
juzgaba la merecía por decir lo menos, “su trabajo estuvo entre los
treinta seleccionados” pero le faltaron algunas cosas…..y asunto terminado.
Desde la entrevista a Oswaldo
Reinoso –no hacen más de quince o veinte días- me puse a revisar los muchos
comentarios escritos por mí, incluyendo el cuento que en breves segundos
leerán, bueno el resultado. “soy un fracaso como escritor” mas no dejo
de esforzarme y de ahora en más, dedico un poco de tiempo adicional a revisar
lo escrito antes de publicarlo y compartirlo.
En este afán encontré DIECINUEVE
“que” en las tres páginas del cuento y he eliminado trece sin alterar el texto,
el original lo encontrarán digitando: “El silencio obtuso de las palabras” y
podrán bajarlo gratis.
Después del cuento podrán leer el poema inspirado
en el concurso su resultado y remitido a la institución organizadora.
Agradecería su opinión:
UNA MAÑANA DE RESIGNACION
Muy de mañana,
como todos los días, inclusive los de descanso, después de su acostumbrado
baño, Eduardo desciende con precaución la empinada escalera que lo comunica con una
reluciente cocina, dar un mal paso y su exceso de peso lo hacían muy cuidadoso.
Buenos días
señora Inés, mientras frota nerviosamente sus pequeñas y blancas manos, buenos
días hijo, pasa; Eduardo como cuidando no tropezar con nada se dirige al
comedor, envidiaba la sencilla elegancia, pulcritud y el calor de ese hogar que de niño tantas veces
lo cobijó.
La mesa estaba
preparada, el pan francés calientito y la mantequilla en su lugar, muy pronto
doña Inés, por quien no pasaban los años, le alcanzaba un humeante quaker con
cocoa; jaló con delicadeza una de las cómodas sillas y se dispuso a desayunar.
Se sentó doña
Inés frente a él, con su habitual taza
de café negro pasado y, mientras bebía a sorbos largos el aromático grano,
contemplaba a aquel hombre en la calma
de su temprano amanecer desayunaba placenteramente, compañero de estudios de
sus hijos, ya no le sorprendía, por la fuerza de verlo, como las canas habían
invadido su lacio cabello; siempre le reprochó su carácter impulsivo y
contestatario, causante en ocasiones de la pérdida de amigos y trabajo; recordó
al padre, cerrajero, pobre, austero,
tanto o más vehemente que el hijo, lo crió a él y su hermano en soledad,
con la furia de la impotencia, un grito mudo de amor olvidado en su corazón y
guardado hasta la muerte, la cual llegó, como llega la noche a despedir el sol.
Pensó por
un instante en sus dos hijos, habían
logrado destacado desarrollo profesional, ya no estaban con ella, sus
obligaciones y compromisos impedían verlos a menudo, el rostro canela se
contrajo y la mirada de acero de esa mujer que los años no lograban vencer se nubló, más, el
alma noble y generosa, la fuerza de la raza pronto, sin advertirlo su huésped,
adquirió el semblante sereno de la senectud.
Eduardo terminaba ya su desayuno y en el último sorbo, posó sus ojos en el
rostro de doña Inés y un gesto, de profundo agradecimiento se dibujó en su faz, se dirigió a su
anfitriona despidiéndose con un cálido hasta luego, traspuso el
umbral y el grato perfume a jazmín de la planta ubicada en el primer piso,
renovaba cada mañana su espíritu,
llenándolo de esperanza, de amor
y deseo de servir al prójimo; bajó sin prisa y recorrió, con pasos alegres
y cantarines el estrecho pasadizo hasta llegar a la puerta de entrada de la pequeña y muy segura quinta, era una
mañana de primavera, las hojas de los árboles
anunciaban la estación de las flores, esa cuadra resultaba ser especial
y contrastaba con las aledañas, tan de concreto, tan llenas de soledad; Eduardo aspiró
profundamente, exhaló de golpe y continuó su marcha, de pronto advirtió frente
a él, a una hermosa mujer de turgentes senos se insinuaban generosos a través
de la delicada y ceñida blusa de color crema,
imaginando las hermosas piernas
dibujadas por el exquisito
pantalón de color fresa ¡apretadísimo! temía Eduardo reventara en cualquier
momento, calzaba unos zapatitos rosados de tacos no muy altos y con pequeñas
cintas, dejando al descubierto sus
exquisitos pies, magníficamente
formados, sin duda una invitación
a atesorarlos entre las manos expertas y varoniles de un diligente
admirador. La agraciada joven dirigió su mirada hacia Eduardo, iluminándose
sus grandes ojos de gata, con toda la graciosa coquetería de la mujer
limeña.
La figura
femenina, sobre todo las de aquellas
dedicadas al cuidado extremo de
sus atributos personales, turbaban su tranquilidad y le recordaban los
meses de abstinencia sufridos, por un instante más Eduardo miró el cuadro
completo, regalado exclusivamente para sus lujuriosos ojos y se resignó, como
todos los que admiran La
Gioconda , a no tenerlo.
Eduardo se concentró
en otro tema, los ocasionales viandantes que como él, se dirigían a laborar, todos, sin
excepción, eran dueños de su propia historia, de su pequeño mundo, plagado
de triunfos y derrotas, de éxitos y frustraciones, bastaba verlos con
atención, más de uno tenía la mirada
fija en el horizonte, como esperando un futuro a punto de llegar, pensando, tal
vez en el sueldo, siempre insuficiente y las crecientes necesidades estimuladas
por un comercio implacable, el pago de la renta y los demás compromisos,
incluidos los caprichos de la moda, o
tal vez en su puesto de trabajo y lo difícil de conservarlo por no tener
asegurada la estabilidad, carcomidos en su raciocinio por una torpe disputa
mañanera en el seno de su hogar o acaso en un amor ido y sin esperanzas de
recuperarlo.
Una combi se
detuvo justo en la berma antes de cruzarla
subió una pareja, ella con un bebé en brazos, él se dirigió a los
viajantes y después de un ceremonioso saludo, consabidas disculpas y de contar
las penurias sufridas y las esperadas, pidió el apoyo de sus escuchas consistente en la adquisición de unos
caramelos; mientras este hombre de pequeña estatura, de bigotes ralos,
encorvado, inusual en aquellos menores de sesenta años, de rostro cetrino y vestido con la pobreza dejada por la
desesperanza, pasaba por los asientos de
cada uno de los pasajeros ofreciendo el dulce, ella, no pasaba del metro cincuenta, de largas
trenzas, con el rostro semejante a su compañero, de no más de treinta años de
edad y vestida con un conjunto amarillo y blanco muy gastado, francamente
grande, conservaba la limpieza no fácil
de advertir en los provincianos afincados en la Capital , perdidos en los
vericuetos del infortunio, ¡son ellos los dueños de las invasiones en la
periferia de Lima!, incrementando la oferta de mano de obra determinante de la
persistente disminución del salario,
usaba chancletas aseguradas con un sucio pedazo de pabilo, dejando al descubierto unos pies maltratados
y callosos, empeñándose en reforzar la historia de sus tribulaciones y
problemas, haciendo hincapié en las necesidades de su pequeño hijo; ningún
pasajero, reconoció Eduardo, los miraba directamente, más de uno les “levantó
la moral”, sintiéndose en el ambiente una renovada angustia y una amargura rayana en la piedad desencadenada por la
desigualdad social.
Con paso
acelerado, la “combi” había partido, continuó su acostumbrada caminata, la
empresa a la cual prestaba servicios se encontraba un par de cuadras de donde
estaba y en línea recta, con trancos largos Eduardo avanzó, no demoró más de
cinco minutos para hallarse frente a la
puerta de ingreso, el BMW del Gerente estaba estacionado, aceleró el paso,
marcó su tarjeta y se dirigió al departamento donde laboraba, saludó a los
compañeros presentes, jaló su sillón, tomó asiento y con reclamada paciencia,
cogióse con ambas manos la cabeza, mientras sus codos reposaban en el
escritorio en actitud contrita, permaneciendo así por algunos minutos, luego de
los cuales reparó en el Diario Oficial ya lo habían traído, lo tomó, exhaló un
profundo suspiro y se sumergió en el estudio de las leyes dictadas por el gobierno el día anterior.
He aquí la
queja:
Hoy he asistido,
en homenaje a la lectura,
al sórdido
escondrijo levantisco de la ausencia,
del estrépito
burdel de la ignominia,
tan arcana, tan
de moda.
A la liviandad
de las palabras tan caras a la
Ignorancia.
Hoy he asistido
al círculo de Dante, a la rebelión
sin fondo del
mundillo esquizofrénico donde
el verbo yace
frío y sin nombre.
Hoy he asistido
a la segunda muerte de mi hijo
de mi padre, de
mi madre.
Al concierto de
pigmeos murmuradores que
cobijan
pretenciosos el iluso encanto del aplauso
de nuevos
explotadores.
Tanto el cuento
como el poema queja datan del año 2007 o
2008.
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