miércoles, 2 de marzo de 2016

Escribiendo sin escribir "que".

Hace algunos días leí en el Diario La República la entrevista a un destacadísimo hombre de letras peruano hoy con más de 80 años de edad, le preguntaron su opinión sobre los jóvenes escritores peruanos y no fue halagadora su respuesta, “no puedo leer a un autor si en una página ha escrito veinte veces que,  precisó otros pero no los mencionaré pues los famosos “que” quedaron grabados en mí desde la revisión realizada por la señora  -ya fallecida- Violeta Carnero Hocke viuda de Valcárcel, del cuento que comparto con todos ustedes, no le tomó ni dos minutos a tan bella e inteligente dama para  decirme: “hay demasiados “que”.

Ya en mi casa revisé mi esfuerzo y eliminé muchísimos “que” y presenté mi trabajo a un concurso literario.

De 280 trabajos presentados, me informó la institución organizadora ante furibundo reclamo de mi parte pues no había obtenido ni “mención honrosa” y  juzgaba la merecía por decir lo menos, “su trabajo estuvo entre los treinta seleccionados” pero le faltaron algunas cosas…..y asunto terminado.

Desde la entrevista a Oswaldo Reinoso –no hacen más de quince o veinte días- me puse a revisar los muchos comentarios escritos por mí, incluyendo el cuento que en breves segundos  leerán, bueno el resultado. “soy un fracaso como escritor” mas no dejo de esforzarme y de ahora en más, dedico un poco de tiempo adicional a revisar lo escrito antes de publicarlo y compartirlo.

En este afán encontré DIECINUEVE “que” en las tres páginas del cuento y he eliminado trece sin alterar el texto, el original lo encontrarán digitando: “El silencio obtuso de las palabras” y podrán bajarlo gratis.

 Después del cuento podrán leer el poema inspirado en el concurso su resultado y remitido a la institución organizadora.

Agradecería su opinión:


UNA MAÑANA DE RESIGNACION


Muy de mañana, como todos los días, inclusive los de descanso, después de su acostumbrado baño, Eduardo desciende con precaución la empinada escalera que lo comunica con una reluciente cocina, dar un mal paso y su exceso de peso lo hacían muy cuidadoso.

Buenos días señora Inés, mientras frota nerviosamente sus pequeñas y blancas manos, buenos días hijo, pasa; Eduardo como cuidando no tropezar con nada se dirige al comedor, envidiaba la sencilla elegancia, pulcritud y el calor de ese hogar que de niño tantas veces lo cobijó.

La mesa estaba preparada, el pan francés calientito y la mantequilla en su lugar, muy pronto doña Inés, por quien no pasaban los años, le alcanzaba un humeante quaker con cocoa; jaló con delicadeza una de las cómodas sillas y se dispuso a desayunar.

Se sentó doña Inés  frente a él, con su habitual taza de café negro pasado y, mientras bebía a sorbos largos el aromático grano, contemplaba  a aquel hombre en la calma de su temprano amanecer desayunaba placenteramente, compañero de estudios de sus hijos, ya no le sorprendía, por la fuerza de verlo, como las canas habían invadido su lacio cabello; siempre le reprochó su carácter impulsivo y contestatario, causante en ocasiones de la pérdida de amigos y trabajo; recordó al padre, cerrajero, pobre, austero,  tanto o más vehemente que el hijo, lo crió a él y su hermano en soledad, con la furia de la impotencia, un grito mudo de amor olvidado en su corazón y guardado hasta la muerte, la cual llegó, como llega la noche a despedir el sol.

Pensó por un  instante en sus dos hijos, habían logrado destacado desarrollo profesional, ya no estaban con ella, sus obligaciones y compromisos impedían verlos a menudo, el rostro canela se contrajo y la mirada de acero de esa mujer que los años no lograban vencer se nubló, más, el alma noble y generosa, la fuerza de la raza pronto, sin advertirlo su huésped, adquirió el semblante sereno de la senectud.

Eduardo terminaba ya su desayuno y en el último sorbo, posó sus ojos en el rostro de doña Inés y un gesto, de profundo agradecimiento  se dibujó en su faz, se dirigió a su anfitriona despidiéndose con un cálido hasta luego, traspuso el umbral y el grato perfume a jazmín de la planta ubicada en el primer piso, renovaba cada mañana su espíritu,  llenándolo  de esperanza, de amor y  deseo de servir al prójimo;  bajó sin prisa y recorrió, con pasos alegres y cantarines el estrecho pasadizo hasta llegar a la puerta de entrada  de la pequeña y muy segura quinta, era una mañana de primavera, las hojas de los árboles  anunciaban la estación de las flores, esa cuadra resultaba ser especial y contrastaba con las aledañas, tan de concreto,  tan llenas de soledad; Eduardo aspiró profundamente, exhaló de golpe y continuó su marcha, de pronto advirtió frente a él, a una hermosa mujer de turgentes senos se insinuaban generosos a través de la delicada y ceñida blusa de color crema,  imaginando las hermosas piernas  dibujadas por el  exquisito pantalón de color fresa ¡apretadísimo! temía Eduardo reventara en cualquier momento, calzaba unos zapatitos rosados de tacos no muy altos y con pequeñas cintas,  dejando al descubierto sus exquisitos pies, magníficamente  formados, sin duda una  invitación a atesorarlos entre las manos expertas y varoniles de un diligente admirador.  La agraciada joven  dirigió su mirada hacia Eduardo,  iluminándose  sus grandes ojos de gata, con toda la graciosa coquetería de la mujer limeña.

 La figura femenina, sobre todo las de aquellas  dedicadas al cuidado extremo de  sus atributos personales, turbaban su tranquilidad y le recordaban los meses de abstinencia sufridos, por un instante más Eduardo miró el cuadro completo, regalado exclusivamente para sus lujuriosos ojos y se resignó, como todos los que admiran La Gioconda, a no tenerlo.

Eduardo se concentró en otro tema, los ocasionales viandantes que como él, se dirigían a laborar, todos, sin excepción, eran dueños de su propia historia, de su pequeño mundo, plagado de  triunfos y derrotas, de  éxitos y frustraciones, bastaba verlos con atención,  más de uno tenía la mirada fija en el horizonte, como esperando un futuro a punto de llegar, pensando, tal vez en el sueldo, siempre insuficiente y las crecientes necesidades estimuladas por un comercio implacable, el pago de la renta y los demás compromisos, incluidos los caprichos de la moda,  o tal vez en su puesto de trabajo y lo difícil de conservarlo por no tener asegurada la estabilidad, carcomidos en su raciocinio por una torpe disputa mañanera en el seno de su hogar o acaso en un amor ido y sin esperanzas de recuperarlo.
Una combi se detuvo justo en la berma antes de cruzarla   subió una pareja, ella con un bebé en brazos, él se dirigió a los viajantes y después de un ceremonioso saludo, consabidas disculpas y de contar las penurias sufridas y las esperadas, pidió el apoyo de sus escuchas  consistente en la adquisición de unos caramelos; mientras este hombre de pequeña estatura, de bigotes ralos, encorvado, inusual en aquellos menores de sesenta años, de rostro cetrino  y vestido con la pobreza dejada por la desesperanza,  pasaba por los asientos de cada uno de los pasajeros ofreciendo el dulce, ella,  no pasaba del metro cincuenta, de largas trenzas, con el rostro semejante a su compañero, de no más de treinta años de edad y vestida con un conjunto amarillo y blanco muy gastado, francamente grande, conservaba la limpieza no  fácil de advertir en los provincianos afincados en la Capital, perdidos en los vericuetos del infortunio, ¡son ellos los dueños de las invasiones en la periferia de Lima!, incrementando la oferta de mano de obra determinante de la persistente disminución del salario,  usaba chancletas aseguradas con un sucio pedazo de pabilo,  dejando al descubierto unos pies maltratados y callosos, empeñándose en reforzar la historia de sus tribulaciones y problemas, haciendo hincapié en las necesidades de su pequeño hijo; ningún pasajero, reconoció Eduardo, los miraba directamente, más de uno les “levantó la moral”, sintiéndose en el ambiente una renovada angustia y una amargura  rayana en la piedad desencadenada por la desigualdad social.

Con paso acelerado, la “combi” había partido, continuó su acostumbrada caminata, la empresa a la cual prestaba servicios se encontraba un par de cuadras de donde estaba y en línea recta, con trancos largos Eduardo avanzó, no demoró más de cinco minutos para  hallarse frente a la puerta de ingreso, el BMW del Gerente estaba estacionado, aceleró el paso, marcó su tarjeta y se dirigió al departamento donde laboraba, saludó a los compañeros presentes, jaló su sillón, tomó asiento y con reclamada paciencia, cogióse con ambas manos la cabeza, mientras sus codos reposaban en el escritorio en actitud contrita, permaneciendo así por algunos minutos, luego de los cuales reparó en el Diario Oficial ya lo habían traído, lo tomó, exhaló un profundo suspiro y se sumergió en el estudio de las leyes  dictadas por el gobierno el día anterior.

He aquí la queja:

Hoy he asistido, en homenaje a la lectura,
al sórdido escondrijo levantisco de la ausencia,
del estrépito burdel de la ignominia,
tan arcana, tan de moda.
A la liviandad de las palabras tan caras a la
Ignorancia.

Hoy he asistido al círculo de Dante, a la rebelión
sin fondo del mundillo esquizofrénico donde
el verbo yace frío y sin nombre.
Hoy he asistido a la segunda muerte de mi hijo
de mi padre, de mi madre.
Al concierto de pigmeos murmuradores que
cobijan pretenciosos el iluso encanto del aplauso
de nuevos explotadores.                

Tanto el cuento como el poema  queja datan del año 2007 o 2008.






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