domingo, 5 de mayo de 2019

EL ÁRBOL DE LA QUINA - ERNESTO RAEZ LUNA, ¿QUE SABEMOS DE ELLA?

EL ÁRBOL DE LA PATRIA
DEL QUE LOS PATRIOTAS
NO SABEN NADA

La quina del Perú, que curó de malaria a una condesa y hoy adereza pisco sours,
tiene problemas de identidad: la confundimos con la quinua.
¿Falta de patriotismo? ¿Ignorancia botánica?
¿O nadie se aprende los nombres de los árboles?
Ilustración de Samuel Gutiérrez
El día en que Paul McCartney recibió la Orden del Árbol de la Quina, nadie reparó en el insólito arbolito que ahora representa la más alta distinción que la nación ofrece a un ambientalista. Aquel lunes de 2011, con la emoción de tener a un Beatle en Lima, ningún discurso se demoró en el árbol que aparece en el escudo nacional del Perú y que pareciera existir sólo en las láminas escolares. Y es que desde su primer encuentro con Occidente, la quina se ha codeado con la nobleza. De poco le ha servido: hoy hay cuatro especies de Cinchona en la Lista Roja de especies amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, todas ellas restringidas al Ecuador. En el Perú se desconoce bastante el estado de la quina, aunque la pérdida mayúscula de los bosques andinos que la cobijaban es una señal elocuente del peligro en que se encuentra. Hay especies de quina que no se han registrado en veinte años. Se prefiere ofrecerle homenajes simbólicos. En 2005 una ley la listó (con nombre erróneo) en el patrimonio natural de la nación. Tres años más tarde, antes de desaparecer, el Instituto Nacional de los Recursos Naturales anunció una cruzada para salvar la quina, que no progresó. Algunas municipalidades siembran árboles de quina en uno que otro parque. En La Cascarilla, un pueblo de Cajamarca, los ciudadanos, animados por científicos, establecieron un santuario de la quina en un bosquecillo cercano. Y luego está, por cierto, la orden con que fue ungido Paul McCartney. En el Perú no existe ningún programa nacional para rescatar la Cinchona, ni ninguna otra especie silvestre de flora o fauna, para el caso.
Cuenta el tradicionista Ricardo Palma que, en el siglo diecisiete, doña Francisca Henríquez de Ribera, condesa de Chinchón y esposa del vigésimo tercer virrey del Perú, cayó enferma de fiebres tercianas, también llamadas malaria o paludismo. Desahuciada por los matasanos de la corte, la condesa salvó la vida y ganó fama merced a la corteza pulverizada de un árbol andino, que un cura jesuita le dio. Los jesuitas, según Palma, aprendieron las virtudes curativas de la quina o cascarilla así:
Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva, bebió para calmar los ardores de la sed del agua de un remanso, en cuyas orillas crecían algunos árboles de quina. Salvado así, hizo la experiencia de dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua en los que depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo comunicó a un jesuita, el que, realizando la feliz curación de la virreina, hizo a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó la pólvora.
Hoy, que hasta las reinas de belleza saben que fueron los chinos y no los frailes quienes inventaron la pólvora, resulta que la curación de la condesa de Chinchón, inmortalizada en el nombre botánico de quina (Cinchona), sería puro cuento, según denuncia el doctor David Larreátegui, con más sapiencia que sentido estético. Hay mentiras tan bonitas que merecen ser ciertas. En todo caso, los jesuitas hicieron juicioso uso del remedio, que comenzó a conocerse por el vulgo y la realeza como «polvos de los jesuitas» o «polvos de la condesa» (pulvis comitissae, rezan los manuales de los apotecarios de la época). No debe confundirse a doña Francisca, la condesa de los polvos, con la primera esposa del virrey ni con la condesa de Chinchón retratada por Goya. Este pintor, iluminado beneficiario de los polvos de otra duquesa, según las malas lenguas, vivió siglo y medio más tarde, en la corte borbónica. Doña Francisca, en cambio, vivió en la corte de Felipe IV de Habsburgo. Yo la imagino regordeta y con hoyuelos, sin la cara de alelada de la condesita de Goya.
Cuando los jesuitas llevaron a la cucufata España su descubrimiento, no faltó quien olfateara el sulfuroso poder del demonio en ese menjunje de indios. Los protestantes, empezando por Oliverio Cromwell, rechazaron el remedio del aborrecido enemigo. Pero la extraordinaria efectividad de la quina fue venciendo reticencias. Hacia fines del siglo XVII, ya había salvado la vida al rey inglés Carlos II (que la probó en secreto), al hijo de Luis XIV en Francia, y los misioneros la habían llevado a Asia: es fama que curó al mismísimo Kangxi, el ilustrado emperador de China.
Cundió el entusiasmo por conocer el árbol de la quina, pero un sino fatal frustraba a los botánicos aventureros. A Jussieu le robaron todas sus pertenencias y el material que había colectado a su regreso a Francia. La Condamine envió anotaciones y un espécimen a Carl Linneo, el inventor de la nomenclatura científica de las cosas vivas; pero, en la boca del Amazonas, la preciosa carga cayó al mar durante un transbordo. El sabio Mutis, de fama colombiana, estudió la quina durante dos décadas, con tal avaricia intelectual que, a su muerte, resultó imposible desentrañar el sentido de sus notas. Recién a mediados del siglo XIX, Von Humboldt y Bonpland escribieron con precisión sobre la planta. Pelletier y Caventou aislaron el principal principio activo de la Cinchona: la quinina.
Después de la independencia, Simón Bolívar y el Congreso Constituyente establecieron el escudo nacional del Perú, que llevaba en el campo superior derecho una vicuña, en el superior izquierdo un árbol de la quina, y en el campo inferior y más pequeño una cornucopia que derrama monedas de oro. Símbolos de la riqueza faunística, florística y mineral de la flamante nación. Un siglo y cuarto más tarde, el presidente Leguía amplió el campo mineral del escudo, a expensas de los otros dos. Gesto simbólico, considerando que tanto la vicuña como la quina fueron explotadas hasta el borde de la extinción.
Hay dos formas de obtener una corteza: derrumbando y pelando el árbol (muerte súbita) o despellejándolo en pie (muerte lenta). En 1805 Von Humboldt registró que más de veinticinco mil árboles de quina morían descortezados en Loja, cada año. En la región, que fue depredada con rapidez, la libra de corteza se pagaba por menos de un real, mientras que en España llegó a valer dieciocho reales de plata. A mediados del siglo XIX, preocupados por la depredación (o por controlar los precios), los gobiernos andinos restringieron el comercio de la cascarilla y prohibieron que se exportaran sus semillas, yemas y otros materiales que sirvieran para propagarla. Para entonces las colonias europeas de Asia y de África hervían de malaria. Los holandeses en Java y los británicos en Ceilán se empeñaron en cultivar la planta, pero fracasaron. Se achaca a dos ingleses, Cross y Ledger, el contrabando exitoso de suficientes semillas y variedades de cascarilla como para asegurar el éxito. Y aquí reside la sutil ironía de haber condecorado a un súbdito británico con el árbol de la quina, pues, sin proponérselo, aquellos botánicos corsarios compatriotas de Paul McCartney ayudaron a reducir la explotación de la planta silvestre, y a salvarla. Ledger obtuvo de un indio boliviano las semillas de una especie más potente de Cinchona. Los holandeses compraron una libra y obtuvieron hasta mil docenas de árboles en Java, y durante un siglo controlaron el noventa por ciento del comercio mundial de la quinina. Cuando los japoneses invadieron Java en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos desplegó «la más intensa y extensa exploración científica de una planta medicinal en la historia humana». Reunieron doce y medio millones de libras de corteza de quina de Colombia, un verdadero holocausto vegetal. Casi al fin de la guerra, se obtuvo quinina sintética, pero en sólo veinte años el parásito que causa la malaria se volvió inmune a ella, mas no a los polvos de la condesa, lo que desencadenó una nueva ola depredadora.
Pero la quina no sólo es bondadosa cuando combate la malaria, sino que funciona como digestivo, fortalece el sistema vascular o actúa como febrífugo y antigripal. También es ingrediente clave en dos insumos imprescindibles de la licorería tropical: el agua tónica y el amargo de angostura.  Hace años pasé unas tardes inolvidables al borde de la piscina del pavoroso hotel de turistas de Pucallpa, en la selva peruana. Un grupo de expatriados y yo contemplamos con envidioso desdén los devaneos de las putitas locales y los empleados de alguna petrolera, bajo un calor que sancochaba el alma. Como ocurrió tantas veces en tantas colonias tropicales, igual de abandonadas por las divinidades bondadosas donde dominó la malaria. Como si el tiempo, inútil, se hubiera detenido. Quiero creer que el gin-and-tonic nos salvó de sucumbir en ese hueco cósmico.
Hoy el Perú tiene la quina en el escudo y en las cuatro gotitas rojo oscuro que coronan esa bebida que en castellano y en quechua llamamos pisco sour. Y, casi (pero es un casi enorme), no la tenemos más en otra parte. Salud por eso, sir Paul.

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