lunes, 4 de septiembre de 2017

Maritza Espinoza y sus seguidores

Deseo compartir con ustedes el siguiente enlace,  es la opinión de la columnista y gracias a la libertad de expresión está en todo derecho de darla a conocer.

En lo único que no estoy de acuerdo es señalar que el número de seguidores es una suerte de graduación en las redes sociales o en Facebook, las personas que escribimos bien o mal lo hacemos para expresar una idea, criticar la terrorista desigualdad o para solazarnos con precisiones poco elegantes sobre el quehacer de los ciudadanos o la angustiante realidad que vivimos por culpa de la angurria,  ambición desmedida e inequidad de los amos del Perú, si escribimos ES PARA SER LEIDOS, poco, en lo personal me importa si tengo cuatro (es el número de mis seguidores) o dos mil, una bailarina tiene como cien mil seguidores y la verdad que ello  no dice nada de la persona o tal vez mucho dada su actividad farandulera, una persona dedicada a la chocolatería no sólo tiene cientos o miles de seguidores, las lecturas de sus recetas en una semana superan las lecturas de un año de mi blog, ninguna fan de la chocolatería leerá mi blog pero los que lo leen comen chocolate.

Eso es todo lo que deseaba escribir, les dejo el artículo completo.

Odiadores profesionales    
Maritza Espinoza
Domingo, 3 de Septiembre del 2017

Nunca les has hecho nada. Ni siquiera los conoces. Lo más probable es que no los hayas visto ni en pelea de perros y que, con seguridad, no vayas a conocerlos en persona en lo que te resta de vida. Pero te odian. Sí, te odian a ti, con nombre y apellido, y son capaces de largarte los insultos más terribles de su repertorio sin siquiera pestañear, de desearte la peor de las muertes y de meterse con tu madre, tu abuelita y toda tu parentela por las santas huevas.

Y –lo más increíble– ellos tampoco te conocen o, a lo más, si eres medianamente conocido, solo saben de ti a través de algún rumor malintencionado o de esos prejuicios baratos que se extienden con tanta facilidad y suelen quedarse pegados en las mentes obtusas como verdades irrefutables: “ese trabajó para el fujimorismo”, “fulanito/a la pega de moralista, pero bien que ha hecho negocios con todos los gobiernos”, “me han dicho que está en la planilla secreta de Odebrecht”, “tiene un vladivideo, pero pagó para que no lo saquen” y etcétera, etcétera, etcétera.

Insultan desde la cuenta de Twitter en la que tienen tres o cuatro seguidores, o desde su página de Facebook, donde, con suerte, les ponen uno o dos likes, o reptan por los muros ajenos lanzando adjetivos insultantes contra gente que nunca –repito– le hizo daño alguno salvo opinar diferente, salir en los medios, tener algún tipo de figuración y, ¡pecado de pecados!, ser medianamente exitoso.

Luego, ahítos de vomitar bilis, suelen aparecer en selfies sonrientes y tiernos junto a su pequeñita de cinco años que ni se imagina que papi/mami tiene dos personalidades y que con esa boca con la que lanza putrefactos dardos contra otros seres humanos (los imagino escribiendo a la par que leen en voz alta sus detritus lingüísticos) le da el besito de las buenas noches.

Son los haters, esos psicópatas que pueblan las redes sociales, gente que tendría que estar en tratamiento siquiátrico y bien medicada, pero que, gracias a las ventajas de la libertad de expresión, va por ahí lanzando bajezas sin filtro, repitiendo calumnias sin fundamento, mentándole la madre a medio mundo y, a veces, hasta amenazando veladamente a quien no comulgue con sus ideas.

Muchos se ocultan tras una identidad falsa, como aquellos tuiteros sin seguidores que luego son, curiosamente, retuiteados sin escrúpulos por gente con cierta visibilidad como, digamos, doña Luz Salgado, siempre tan puestecita y bien al sastre, pero que, a la hora de los loros, no le da ascos rebotar barbaridades, como esta semana, en la que avaló –porque, por si no saben, rebotar a alguien en redes sociales sin deslindar es avalar plenamente lo que escribe– a un troll que llamaba “lamehuevos del gobierno” al periodista Raúl Tola.

Pero no hay solo ene enes entre los odiadores profesionales en las redes, sino mucho distinguido político, empresario y hasta funcionario público que no tiene ningún empacho en descargar sus escatologías mentales (oxímoron que, en sus casos, cobra plena realidad) cuando se trata de descalificar a quien consideran su enemigo. Por ejemplo, don Rafael Rey, conspicuo miembro del directorio del Banco Central de Reserva, exministro de Defensa y excongresista, que no pierde ocasión de lucir sus florituras verbales, como esta semana, que mandó literalmente a la mierda a la Organización de las Naciones Unidas por hacer un pronunciamiento contra el gobierno de Nicolás Maduro que, en su criterio, no era lo suficientemente sangriento.

¡Y qué decir de don Héctor Becerril o Carlos Tubino, los nunca bien ponderados escuderos de Keiko Fujimori! Para uno, todo el que critica a su lideresa o saca a recuento el oscuro pasado del fujimorismo es un caviar proterruco (el más suave de sus insultos), y el otro no titubea a la hora de mandar a la conch… de su madre a cualquiera que le haga un cuestionamiento u ose defender los derechos de las minorías sexuales, tema que, por algún motivo, le eriza los ya escasos cabellos y le hace rebalsar la adrenalina.

La lista es larga y basta que usted asome por el Twitter, el Facebook o las páginas de comentarios de los medios formales, para encontrárselos despotricando, descalificando y llenando de improperios a media humanidad. Pueden ser de cualquier tendencia política, pero, estadísticamente, suelen estar siempre a la derecha y venir en combo, pues son, a la vez, fujimoristas, homófobos, sexistas y tremendamente chauvinistas.

Eso sí, cuando alguien los ataca, cuadra o saca sus trapitos al aire, son los primeros en salir a gimotear, cual sufrida heroína de telenovela mexicana, gritando: “¡Cuánto odio, por Dios!”

Insultan desde la cuenta de Twitter en la que tienen tres o cuatro seguidores, o desde su página de Facebook, donde, con suerte, les ponen uno o dos likes, o reptan por los muros ajenos lanzando adjetivos insultantes contra gente que nunca –repito– le hizo daño alguno salvo opinar diferente”


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