“Es mejor MATAR al bebé violado y
desaparecerlo porqué así no quedan huellas y el violador sabe que con ello
nadie lo podrá acusar de nada”, esta es la conclusión del articulista luego de
una razonamiento lógico sobre EL “ITER CRIMINIS” (la ruta, por así decirlo,
planeada por el delincuente para cometer un delito).
Como cualquier cosa que escriba
puede lesionar gravemente el alma y la siquis del comentarista me abstengo de
comentar su desafortunada intervención, deseo que ustedes amigos y amables
lectores tomen conocimiento del pensamiento de Alfredo Bullard en el tema de la
pena de muerte para violadores de bebés menores de siete años seguidos de
muerte (lo indica el proyecto presentado) para mí bastaría con el daño propio
de la violación para matarlo sin la menor compasión. ¿Por qué? Porqué defiendo
la vida y la de ese bebé violado se le trunca sin haber empezado a vivir.
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfredo Bullard
04.11.2017 / 05:30 am
Es una tradición. Más o menos
cada cinco años aparece la idea de aplicar la pena de muerte a los violadores
de menores.
No voy a analizar si ello vulnera
la Constitución, o los acuerdos de derechos humanos o las dificultades legales
de reimplantar la pena de muerte. Estoy en contra de la pena de muerte, pero
tampoco voy a invocar mis principios.
Voy a ver los problemas
económicos de la pena de muerte y a dónde nos conducen.
Cuando el ministro de Justicia
propone esta sanción está pensando algo que parece tener lógica. Un delito tan
serio y espantoso, además de ser castigado, debe ser disuadido. De hecho, así
lo ha dicho.
Bien. Entonces coloquémonos en la
mente de un violador. Voy a suponer que en todo delito, como toda persona, los
delincuentes buscan lo que les beneficia y tratan de evitar lo que les cuesta.
Un ladrón de televisores, por ejemplo, calcula intuitivamente cuánto ganaría
con un televisor robado y lo compara con el riesgo de ir preso. Si el beneficio
es mayor que el costo robará. Si no, no lo hará.
El beneficio de un delito puede
ser muy distinto: lo que me paguen por el televisor robado, la herencia que
reciba del tío asesinado, el placer de verle la cara rota a mi archienemigo.
El costo, a su vez, depende de
varios factores. El primero es cuánto hay que gastar para cometer el delito. Lo
vamos a llamar el costo directo. Por ejemplo, para asaltar un banco tengo que
comprar una pistola y una máscara, pagarle a mis cómplices o sobornar a un
empleado del banco para que me indique dónde está la alarma contra robos. Como
toda “empresa”, para ser delincuente hay que invertir.
Pero hay un costo (que llamaré
indirecto) que es el que estamos discutiendo: el costo de ir preso. Ese costo
depende a su vez de dos factores distintos. El primero es la magnitud de la
pena contemplada en la ley (por ejemplo, 10 años en la cárcel).
El segundo, es el hecho que los
delincuentes saben que no todos los robos son sancionados. De hecho, solo una
fracción lo es. La sanción depende, entre otras cosas, de la efectividad de las
instituciones: la policía, los fiscales, los jueces, la tolerancia de la
sociedad al delito (que aumenta o disminuye la probabilidad de ser denunciado).
Imaginemos que se captura al
responsable de uno de cada 10 robos (todos sabemos que en realidad las
probabilidades son más bajas). Un delincuente con esa información solo
considerará que la sanción por cada robo es de un décimo del total (el número
de años multiplicado por la posibilidad de ser capturado). ¿No cree que es así?
Nuestros políticos hicieron ese cálculo. A unos les ligó, y a otros no.
Pero no solo ellos. Le aseguro
que es más probable que usted se pase la luz roja a las 3 de la mañana que a
las 12 del día. ¿Por qué si la multa es la misma a toda hora? Porque en la
madrugada la posibilidad de detección es menor que al mediodía.
Otro factor que influye en la
capacidad de detección es la conducta del delincuente. Ellos organizan su
conducta para no ser capturados (cometen delitos en la oscuridad, planean rutas
de escape, desaparecen las pruebas o borran las huellas). Los delincuentes más
exitosos son los que tienen esas habilidades. Usted no verá un carterista que
pese 120 kilos porque no será tan ágil para huir de sus víctimas.
Esto se cumple con los violadores. Las violaciones suelen ocurrir en
lugares apartados o son cometidas por personas que por la relación con la
víctima saben que no serán denunciadas.
Otra medida efectiva para reducir la posibilidad de detección es matar
a la víctima. Es muy difícil ser condenado sin tener al testigo principal del
delito. Pero si al violar a la víctima el delincuente se hace acreedor a una
pena de muerte, ¿cuál es el costo de matarla? Pues cero. ¿Por qué? Porque no se
pueden aplicar dos penas de muerte a la misma persona. Matar a la víctima es
una ganga: no cuesta nada y reduce sustancialmente el costo de delinquir. Por
ello, la idea del ministro les costará la vida a las víctimas del delito. Una
muy mala idea.
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