El Comercio -02-12-2017
Carmen McEvoy
02.12.2017 / 05:30 am
Uno de los sermones más conmovedores del siglo XIX es, sin
duda, el pronunciado por Bartolomé Herrera en las exequias celebradas el 4 de
enero de 1842 por el alma del general Agustín Gamarra, muerto a los 56 años en
la batalla de Ingaví. Utilizando como epígrafe una cita bíblica de Jeremías
(“¿cómo hemos sido desolados y confundidos vergonzosamente?”), Herrera
reconoció el sacrificio del militar cusqueño, sin dejar de referirse, con mucha
delicadeza, a los errores que lo condujeron a una muerte que humilló, también,
a la república derrotada que él representó en Bolivia.
Gamarra era el Perú, y su muerte una llamada de atención
sobre los “pecados” de cada uno de sus hijos “contra la patria”. La rebelión
permanente, la falta de respeto por la autoridad, el poco amor por el colectivo
social, el faccionalismo y la ambición desenfrenada eran –para este padre del
conservadurismo– las razones principales de una derrota no solo militar, sino moral.
¿Cómo era posible –se preguntaba Herrera– que un pueblo “abundante en talentos,
en valor y en todo género de recursos” pudiera sufrir “la última humillación”?
Esto es ver su territorio profanado y vencido por un Estado que, como el
boliviano, “debía estremecerse” al contemplar el poder de un otrora imperio. El
llamado a la introspección (“juzguémonos con imparcialidad”) y el análisis
estructural de un problema originado en la independencia es, sin duda, una de
las grandes contribuciones del futuro director del Convictorio de San Carlos al
debate político del siglo XIX.
Aunque Herrera no lo dice abiertamente, resulta obvio que ese
“castigo” que él siente había caído sobre la República del Perú tenía su razón
de ser en aquello que los antiguos llamaron hubris: la ausencia de límites en
la loca carrera por el poder. Ya Francisco de Paula González Vigil había
alertado, diez años antes de la catástrofe del Ejército peruano en Ingaví,
sobre la soberbia y el autoritarismo de Gamarra en esa frase de antología: “Yo
debo acusar, yo acuso”. Recordando, asimismo, que los peruanos no eran
“vasallos de un rey” cuyas órdenes se ejecutaban sin réplica, sino “ciudadanos
de un pueblo libre”. La vena autoritaria de Gamarra y su obsesión por el poder
le pasaron esa terrible factura, de la cual Herrera dio cuenta una década
después. El “hubris peruano” que, desgraciadamente, sigue devorando a aquellos
que no entienden ni su dinámica, ni la responsabilidad que demanda y mucho
menos los límites de su uso –siempre efímero–. Porque utilizar el poder para
dominar, humillar, estafar y robar casi siempre ha llevado a los que lo
detentan al despeñadero.
En la antigua Grecia el hubris estaba referido a un desafío
directo a los dioses, que en el fondo era un atentado contra el equilibrio
natural. El castigo, que para Herrera exhibe elementos estrictamente
cristianos, era denominado némesis: el nombre de la diosa encargada de ejercer
justicia implacable. Sin embargo, el concepto de hubris iría evolucionando con
el tiempo. En la actualidad refiere a la falta de humildad, un desafío abierto
a las limitaciones del ser humano. La arrogancia indudablemente enceguece. Y a
pesar de que los modernos Ícaros logran volar alto con sus alas de cera, su
desprecio por los límites los conducirían inexorablemente al desastre.
En la novela “Todos los hombres del rey”, de Robert Penn
Warren, el personaje principal sufre terriblemente como resultado de su propia
hubris. Willie Stark, de extracción muy humilde, ingresa a la política local y
se posiciona como un cruzado contra la corrupción. En la medida que su poder se
incrementa y logra obtener la gobernación de Luisiana, rompe con sus principios
y en lugar de servir a los que lo eligieron se sirve de ellos. Al final, el
poder lo enceguece, sucumbe a la corrupción y debe enfrentar el destino trágico
del que dan cuenta los mitos y leyendas griegas que nuestros políticos criollos
deberían alguna vez leer.
“El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado o
estalla”, dijo alguna vez Enrique Tierno Galván, el político e intelectual que
participó activamente en la transición democrática española. Hace ya varias
décadas somos testigos de explosiones de todo calibre en el Perú. Estallidos
rodeados de escándalo y vergüenza nacional, que nos recuerdan ese sermón de
Herrera que nos alerta sobre el mal uso del poder y sus dramáticas
consecuencias.
Mientras termino de escribir esta columna, que no es más que
un intento de racionalizar y poner en contexto histórico el momento dramático
que vive la República –cuyo destino pende de las declaraciones de un corruptor
carente de vergüenza y de límites– escucho algunas palabras esperanzadoras en la
última CADE. Por ejemplo, las de Carlos Meléndez y su propuesta de ese shock
institucional que urgentemente necesitamos; las de Salvador del Solar
reflexionando en torno a lo público, o las de Bruno Giuffra disertando sobre la
nueva infraestructura que el Perú necesita para competir internacionalmente y,
de esa manera, brindar bienestar a millones de sus ciudadanos. En breve,
pareciera que en medio de este momento aciago surge una nueva manera de
concebir el poder, que en teoría debería ser puesto al servicio de las grandes
mayorías. Espero que sea la nueva tendencia, con la cual lleguemos a un
bicentenario, que debe ser de profunda reflexión. Para no seguir atrapados en
la hubris de la ambición desmedida que, desafortunadamente, no nos ha dejado
concretar la promesa basadriana de una vida mejor.
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